NOTAS PARA UNA RUTA
PLA
Mi primer encuentro con Pla es una foto en una calle de l’Escala protegida por un cristal a primeros de los años ochenta en la que se veía a Josep Pla con el fundador de Ca La Neus y el Hotel Nieves Mar, dos venerables ancianos con boina liando un par de cigarros en una calle de la población.
En un rincón de la vieja e inmensa librería en el casco antiguo de Girona, a primeros de los años noventa, converso con el librero, mayor, quizás ya retirado y ya con su hijo ya atendiendo a los clientes y amigos.
Le debí caer simpático.
Mientras mi familia recorre las estanterías yo charlo con él, de libros por supuesto.
Al saber que venimos desde L’Escala donde veraneamos desde hacia ya muchos años -1979- me sacó a relucir a uno de sus favoritos Pla.
Le hablé de la vieja foto pegada a la pared en una de las calles del pueblo, en ella dos vejetes, con boina, lían un par de cirros, posiblemente caldo de gallina. Se trata de Josep Pla con el fundador de Ca La Neus, luego el Hotel Nieves Mar
“Para situarnos un poco, diré que Ca la Neus fue un templo de peregrinación gastronómica, siendo un habitual de la casa Josep Pla, entre otros célebres personajes amantes de la buena mesa.
Durante mucho tiempo, decir L’Escala era decir Anchoas o Ca la Neus.”
El librero -Pere de Can Geli- me cogió con cariño, hablamos un buen rato sobre Pla, el Ampurdán, sin prisas, con la tranquilidad que dá el tener ya muchos años y el trabajo gestionado muy bien por la siguiente generación.
Al despedirme puso en mis manos dos tomos titulados “Dietarios I y II” con “El Cuaderno Gris” y diversas colecciones de notas y escritos del autor ampurdanés, me lo dejó a buen precio.
Durante varios años, en cada quincena de vacaciones, volví a aquella antigua librería y buscaba a aquel entrañable librero y pegaba la hebra con él, notando que cada vez le costaba más recordar.
Hasta que un día ya no le vi, se había ido, pero siempre me quedó Pla.
EL CUADERNO GRIS: RESUMEN
El resumen de El cuaderno gris arranca con una historia contada por el propio Josep Pla, autor de la obra, ocurrida entre marzo de 1918 y noviembre de 1919. La triste realidad es que el relato está contado en falso directo y que no fue publicado hasta 1966 en catalán.
Habría que esperar nueve años para verlo publicado en castellano. De su traducción a la lengua de Cervantes se ocuparon Dionisio Ridruejo y Gloria de Ros. La mala fortuna quiso que Dionisio Ridruejo falleciera días antes de la presentación oficial de la obra en castellano.
El cuaderno gris de Josep Pla es una de estas obras que deja marcado al lector. Algo diferente a todo lo leído que te golpea directamente la cabeza, el corazón y las tripas. A lo largo de las más de 800 páginas que tiene la obra, Josep Pla se permite hablar de todo y de todos.
Desde alguna que otra crítica literaria a gente como Eugenio D’Ors, Pío Baroja o Azorín, a las muy específicas descripciones de las tradiciones de zonas como Palafrugell, Cadaqués o Palamós. Todo esto salpimentado con numerosas referencias gastronómicas, que denotan el hambre que pasó siendo un niño, por sus detallistas y exageradas descripciones alimentarias.
Y es que Josep Pla demuestra en El cuaderno gris que es un gran analista de la realidad sociocultural de la Barcelona de principios de siglo XX. Las anécdotas de sus conocidos, los secretos de sus allegados y esos soliloquios que han elevado El cuaderno gris a categoría de obra maestra. Sin olvidar sus sentencias breves pero categóricas de todo lo opinable.
Josep Pla es un autor elegante, deslavazado y que huye de la retórica. Es más, no se permite una sola vez un comentario chabacano. Todo lo que apunta, dice o comenta tiene relevancia. No pierde el tiempo. Son 800 páginas de gran calidad literaria y una capacidad para calar a las personas que plasma como nadie en sus páginas.
Además, el autor tiene la facilidad de resumir en pocas palabras, un pensamiento que podría haber extendido durante decenas de páginas. Jose Pla sabe que economizar palabras ayuda a que el ritmo sea frenético y es lo que tiene El cuaderno gris, interés en todo lo alto de la primera a la última palabra.
Así, la obra se permite alternar momentos de emoción, situaciones hilarantes de la mano del peculiar humor de Josep Pla, incluso pasajes que llegan a enfadar al lector. Entre ellos, el trato despectivo e incomprensible, por momentos, trato dado a algunos profesores universitarios por parte de sus alumnos. Un pasaje que da una idea de cómo estaban la aulas hace un siglo y no distan demasiado de la actualidad.
Por otro lado, Josep Pla deja algunas sentencias memorables. «La pobreza es incompatible con cualquier forma de sensualidad» o «Por esto las únicas personas realmente respetadas son los muertos«. Frases cargadas de razón pero tan políticamente incorrectas que, incluso hoy en día, resultan incómodas de leer.
Obviamente, también cuela sentencias de otros autores, a la altura de las suyas propias. «La enfermedad son los viajes de los pobres» (Charles-Louis Philippe) o «La memoria llega justo donde llega nuestro interés» (Goethe).
Básicamente, El cuaderno gris de Josep Pla es una obra inteligente, ácida y un testimonio muy acertado de cómo era la sociedad catalana en el primer tercio del siglo XX.
EL CUADERNO GRIS: AUTOR
El autor de El cuaderno gris es un Josep Pla que, fallecido a principios de los 80, ha sido elevado a maestro de la literatura en Cataluña y España del siglo XX. El autor fue prolífico como pocos y sus más de 30.000 páginas escritas a lo largo de su vida, ayudaron a enriquecer el catalán, modernizarlo y a que la región creciera como ente propio.
Curiosamente, Josep Pla comenzó a estudiar la carrera de Medicina en 1918, cuando se trasladó a Barcelona, desde su Palafrugell natal (1897-1981). Acabó dejando Medicina para hacer Derecho.
En su época de estudiante, era un habitual del teatro Ateneo. Allí conoció a Jose María Segarra y Eugenio D’Ors. Además, colaboró en varios medios de comunicación catalanes como Las Noticias o La Veu de Catalunya. También hizo las veces de corresponsable de prensa en diversos países de Europa. Tras la Guerra Civil, tuvo que escribir en castellano. En concreto, para la Revista Destino.
Su obra es prolífica y extensa y se apoya en la gran cantidad de viajes que hizo, y en realidades biográficas o históricas. No le gustaba demasiado la ficción. Tampoco era amigo de la retórica y le gustaba ir a lo importante. De ahí que su estilo, aparentemente sencillo, enganche tanto. Aúna su gran capacidad perceptiva y su pasión por contar todo con pocas palabras, haciendo la lectura más ágil e interesante.
Además de El cuaderno gris, Josep Pla tiene obras como Linterna Mágica (1926), Cartas de lejos (1928), Francesc Cambó (1928-1930), Viaje a Cataluña (1934), La calle estrecha (1951) y Contrabando (1954).
Josep Pla, el espíritu de contradicción
Fue el franquista más antifranquista del mundo, un catalanista hipercrítico con su país, un desencantado que nunca llegó a encantarse, un anarcoindividualista profundamente conservador
Todos, hasta los más hostiles detractores de su persona, le atribuyen la condición de ser el prosista catalán más importante del siglo XX. Salvador Pániker lo ha llegado a considerar el Montaigne catalán. Josep Pla Casadevall nació en Palafrugell en 1897 y murió en Llofriu en 1981. Escribió mucho. Sus obras completas publicadas abarcan 47 volúmenes. Su larga vida resiste las etiquetas fáciles. Pareció disfrutar de sus muchas contradicciones.
Hijo de propietarios rurales, payés ampurdanés vocacional, fue al mismo tiempo un viajero impenitente que se recorrió medio mundo como corresponsal de La Publicitat o de La Veu de Catalunya o en el exilio en 1924 y 1936, con estancias que dieron mucho juego literario en París, Roma, Inglaterra, Prusia o Israel. Difícil de integrar, ya fue expulsado de su internado en el bachillerato. Estudiante perezoso, acabó la carrera de Derecho en 1919, pero nunca ejerció como abogado. Su pasión fue la escritura caracterizada, como tantas veces se ha dicho, por una prosa fácil, sencilla, transparente, que rompía radicalmente con la pedantería literaria noucentista y que buscaba acercarse mucho a Baroja o a Chaves Nogales.
Se hizo periodista porque este oficio era el que le permitía además ejercer su pasión escrituraria. La política le tentó pero aborreció de la llamada clase política. Fue diputado por la Mancomunitat, dentro de la Lliga, en 1921, lo que le costó su primera experiencia de exilio con la dictadura de Primo de Rivera. La proclamación de la República la vivió en Madrid como corresponsal de La Veu de Catalunya, pero volvió a Barcelona en cuanto pudo. La República le decepcionó profundamente, hasta el punto de simpatizar con el golpe del 18 de julio. Desde Marsella, a donde había ido en septiembre de 1936, colaboró con los servicios de espionaje franquistas financiados por Cambó, junto a su entonces compañera Adi Enberg. Solterón empedernido, misógino, le gustaron mucho las mujeres y la larga relación sentimental con la noruega no fue la única en su vida.
Su franquismo le llevó a ser nombrado subdirector de La Vanguardia y se convertiría en el periodista de mayor relevancia en la revista Destino. Vitalista a su manera, fumador y bebedor, cínico, escéptico, siempre fue sospechoso a los ojos de sus amigos franquistas, que lo calificaban de catalanista, y para la mirada del nacionalismo catalán emergente fue el auténtico demonio, con todos los estigmas de la traición a cuestas. El pujolismo lo estigmatizó negándole sistemáticamente el Premi d’Honor de les Lletres Catalanes, que nadie, literariamente, merecía como él. El propio Pujol lo echó de Destino. Tarradellas lo compensó en 1980 dándole la medalla de honor de la Generalitat. Fue el premio a un viejo escritor que moriría un año después.
Su obra inmensa en catalán y en castellano contó con el apoyo fundamental de dos personajes, editores extraordinarios: José María Crucet, el hombre de la editorial Selecta, y Josep Vergés, el hombre de Destino. Se han escrito infinidad de aproximaciones biográficas a su figura. Desde Cristina Badosa a Xavier Pericay, pasando por Xavier Febrés, Arcadi Espada, Carlos Mármol y tantos otros. Sus dietarios reflejan la singular capacidad del análisis micro, la posibilidad de radiografiar la cotidianidad, lúcida y distanciadamente.
Nadie como él ha sabido juzgar la antropología catalana con ironía, consciente de que con ello se estaba juzgando a sí mismo. Él subrayó el complejo de superioridad catalán, el síndrome fugitivo huyendo de sí mismo, el espíritu «llorica», la ambivalencia de cobardía y orgullo, de manía persecutoria y engreimiento, de ansiedad y de decepción, la vocación defensiva del catalán «que tiene miedo de él mismo y que, al mismo tiempo no puede dejar de ser quien es». Nadie como él ha descrito el propio régimen de Franco desde dentro y con palabras tan duras: «Las autoridades no son más que los inspectores del mantenimiento estable de la mierda». Nadie ha fustigado al clero («curas abstemios, inútiles y fanáticos») o al ejército con adjetivos tan fuertes.
El franquista más antifranquista del mundo. Un catalanista hipercrítico con su país. Un desencantado que nunca llegó a encantarse. Un anarcoindividualista profundamente conservador. El más radical de los posibilistas. Un espíritu de contradicción explícito.
Josep Pla: la sonrisa malaya
El autor de los ‘Homenots’ admiraba el estilo sin petulancia y el anticlericalismo radical de Baroja, justo lo que odiaba Eugeni d’Ors, el gran Xenius
Se le recuerda en el comedor parco del Mas Pla de Llofriu, con un cigarrillo de caldo (picadura) entre los labios y su media sonrisa malaya. Es gozoso saber abiertamente que Josep Pla solucionó la función eréctil de su madurez con dos señoritas de la ciudad canalla, Aurora y Consuelo, hechas meretrices por la fuerza de la costumbre. Misógino enfermizo, jamás aceptó la frecuente hegemonía intelectual femenina, especialmente la de su esposa Ani Enberg, la elegante y culta hija de un diplomático noruego, que contra la resistencia del escritor, quiso participar en las tertulias del Ateneu de Barcelona, especialmente en la Penya Gran, rastro de figuras, como Josep Maria Roviralta y Rafael Moragues, (Moraguetes), Josep Maria de Sagarra, Lluís Llimona, Duran Reynals o el doctor Borradellas, y el notario Noguera.
La mejor pista de Pla en la calle Canuda ha sido elaborada recientemente por Francesc-Marc Àlvaro, Francesc Montero y Xavier Pla, profesor de literatura catalana contemporánea y director de la Cátedra Josep Pla (Universitat de Girona). A modo de ejemplo, estos tres expertos rescatan, entre miles de anécdotas, aquel Pla que afiló el ambiente con el pretexto de las visitas a Barcelona de Pío Baroja. Pla admiraba el estilo sin petulancia y el anticlericalismo radical de Baroja, justo lo que odiaba Eugeni d’Ors, el gran Xenius, quien ante la visita del vasco al Ateneu siempre ponía una escusa para marcharse antes.
Franquismo
En una biografía salpimentada del genio ampurdanés, Cristina Badosa cuenta, además de su azarosa vida sexual, la entrada en Barcelona de Pla, en 1939, detrás de la tropas nacionales de Moscardó, el capitán general que cerró el frente catalán de la contienda civil del millón de muertos. Las tanquetas habían pasado pocas horas antes por la alta Diagonal, cuando dos strombergs blindados de color negro surcaron la misma huella, con los hermanos Carlos y Bartolomé Godó a bordo, junto a otros miembros de la familia, y dos periodistas recién salidos de Burgos, sede del aparato de propaganda franquista: Manuel Aznar y Josep Pla.
Los condes de Godó –un título nobiliario de la Restauración borbónica, concedido por Alfonso XIII– seguían siendo dueños de La Vanguardia que pasó a llamarse Vanguardia Española, pero la comitiva no pisó la calle Pelayo (Aquella porta giratoria, de Lluís Foix, Ed. 62) y se dirigió a su antiguo domicilio. A Pla le prometieron la dirección del periódico, pero a Manuel Aznar no lo descartaron (el abuelo del expresidente, Aznar López, acabó ejerciendo brevemente el cargo). Aznar recibió inicialmente la corresponsalía en El Vaticano, mientras Pla esperó infructuosamente hasta que Ramón Serrano Suñer nombró a dedo a Galinsoga por consejo de los Luca de Tena, dueños del ABC. Mientras esperaba el nombramiento que nunca llegaría, Josep Pla vivía con su esposa en casa de su suegro, una mansión en la Barcelona del doctor Andreu. Iba cada día al periódico a la una del mediodía y regresaba a su domicilio pasadas las cuatro de la tarde. Su suegro, un diplomático con el que se llevaba francamente mal, ya había comido y dejado al servicio la orden de atender a Pla, que almorzaba casi siempre solo en el mismo comedor de mesa oblonga y candelabros.
Los ‘Homenots’
Desde la fascinación que sentía Goethe por la catedral de Estrasburgo, hasta la morbidezza de Gómez de la Serna pasando por el sentido heroico de Hemingway o la culbute (cul par-dessus de la tête) afrancesada de Witold Gombrowicz, Pla habló de todos los hombres de letras, al margen de las letras. Utilizó despiadadamente el bisturí de los ojos pasados por el corazón; y ahí nació su afición por los perfiles que resumió en su serie Homenots, 60 semblanzas sobre personajes de su tiempo, publicadas por Editorial Selecta entre 1958 y 1962. En la recopilación se incluyen indiscutibles como Vicens Vives, Duran Reynals, Trueta, Roca Sastre, Porcioles, Pau Casals, Salvat Papasseit, Carner, Dalí, entre tantos otros.
Pla habló de todos los hombres de letras, al margen de las letras. Utilizó despiadadamente el bisturí de los ojos pasados por el corazón; y ahí nació su afición por los perfiles que resumió en su serie Homenots
El escritor ampurdanés se impuso el viaje normativo y didáctico (más allá del periodismo), como lo muestran sus crónicas alemanas junto al inolvidable Eugeni Xammar culminadas con una entrevista al joven Hitler, autor de Mein Kampf, publicada en La Veu de Catalunya bajo el título profético de Viaje al huevo de la serpiente. Podría decirse que cerró su periodo de aprendizaje en la observación del Viaje a Italia de Goethe, un libro que calificó de “intelectual”, y que acaso tomó demasiado en serio aunque no le sirvió para entrar en el Grand Tour (Toscana, Sicilia y Grecia), siguiendo la pista tradicional de Byron, Shelley y muchos otros. Odió, desde muy temprano, el turismo cultural.
En El diccionari Pla de literatura (Ed. Destino), Valentí Puig desgaja para siempre el aprendizaje del escritor Pla visto por el lector Pla, incansable, autodidacta y finalmente sistemático por la vía de la intuición, sin despreciar jamás a la academia. Pla sintió por el mundo científico una admiración abrasiva, como lo muestra su Homenot dedicado al gramático Joan Coromines, el gran romanista del siglo XX. Coromines contó que tuvo que contenerlo cuando el escritor lo interrogaba entrecortado de frases como “usted es un sabio y yo un simple escribiente”, cuando en realidad son Pla y Sagarra los que han hecho crecer la lengua catalana por su capacidad de “sumergir el idioma coloquial en las letras universales”, sentenció Coromines. En las Cartas a Josep Pla (Quaderns Crema), Eugeni Xammar le escribe “si me prometes no divulgarlo, te diré que tú eres el único catalán que sabe escribir”; y Pla reflexiona, hablando en voz alta y a modo de respuesta, algo grabado en letra de molde: “Xammar es el hombre que me ha enseñado más que todos los libros juntos”.
Un periodista sin novela
Puig nos regaló el Diccionari del mismo modo que nos había anticipado el perfil absoluto del escritor en su biografía intelectual de Pla, El hombre del abrigo (Planeta). Aportó luz abundante sobre aquel provocador, conservador, apegado a la tierra, discreto y de una coherencia en su visión del mundo asombrosa. En las definiciones entran autores bien parados y mal parados de la literatura universal; temas, técnicas, modos, corrientes, instituciones, sustancias. Elogió a Chesterton y Valéry; ensalzó la capacidad para la adjetivación de Cela y aseguró que Baroja había sido un gran escritor que se equivocó de género. Despreció a Kafka, calificó de “insoportable” a Borges, repelió a Galdós y convirtió a Balzac en el blanco de su sarcasmo más amargo. Deberíamos sacar la conclusión de que maltrató a Balzac, vetó a Galdós y obvió la asombrosa capacidad metafórica de Baroja por el mismo motivo que vale para los tres: él no quiso ser novelista, aunque sus crónicas periodísticas están literaturizadas al extremo.
Se negó a la novela, la única verdad de la que son capaces las mentiras (al hilo argumental de Vargas Llosa) y transformó su prosa en la aproximación inventariada de la realidad. No practicó un periodismo frágil: metabolizó su percepción creativa en las acuarelas de la vida cotidiana. El mallorquín Baltasar Porcel, una arboleda de las letras fermentada en la raíz rural de Andratx, leyó y releyó al Josep Pla de Nocturn de primavera hasta emparentarlo con Nietzsche y Valle-Inclán. Pero su amor por el maestro proviene de una anécdota apenas conocida. Porcel recogía frecuentemente a Pla al llegar a Palma y le acompañaba a menudo en sus conferencias y paseos por la isla. “Un día, al atravesar en coche la sierra de Tramontana, me dijo pare, pare, por favor. Se bajó del coche y se acercó a un pino clavado sobre una roca. Yo le pregunté: maestro, ¿este es el punto que narra usted con exactitud en una de sus crónicas sobre Tramontana no? Y Pla me contestó, tira hombre, tira… el paisaje no existe; solo está en nuestra mente”.
No practicó un periodismo frágil: metabolizó su percepción creativa en las acuarelas de la vida cotidiana
Hoy revivimos repetidamente una pequeña taxonomía del Pla cosmopolita y viajero –el que vivió en París y que fue testigo de la marcha sobre Roma de Mussolini— pero también recalamos en el hombre maduro irónico, “recluido en la masía entre cigarros, coñac y whisky, como forma de vida” (Puig). El paseante de los caminos de Ronda de la Costa Brava; el que dice “escolti, escolti què fi que es això” (El quadern gris, tantas veces revisado sin retoques por el autor junto al editor Josep Vergés) cuando oyó un violín tocando La dama d’Aragó, desde una pequeña ensenada hundida y distante. Decidió acercarse sigilosamente a la ventana de la que salían las notas, en un ejercicio de atención falsaria, porque en realidad Pla era un hombre negado para la música.
‘Destino’: una revista para un hombre
Su editor, fundador de la revista Destino y de la editorial homónima, Josep Vergés, nunca será olvidado: “Él fue el moldeador de la obra de Pla, tal como ha pasado a la posteridad”, en palabras de Xavier Febres, otro estudioso de la obra del narrador ampurdanés. Vergés, el propietario y auténtico impulsor del semanario Destino, nacido en Burgos entre flechas y estrellas y dirigido por Néstor Luján o Xavier Montsalvatge ya en la plena reconversión de la revista al europeísmo, liberal y aliadófilo. Destino subsistió hasta el tiempo de la democracia y en sus últimos años fue adquirido por Jordi Pujol (uno de sus tiburoneos editoriales, como los del Correo Catalán o el diario Avui).
A propósito del Quadern, libro memorialístico (según la definición de Gabriel Ferrater), es de justicia aportar la reacción del momento, cuando el crítico Alexandre Plana lo calificó como la ópera prima de un “insinuador, contradictorio, claro y admirable autor”. Y justamente un siglo después, casi ayer mismo, Josep C. Vergés (hijo del editor, economista barroco y radical en la cuerda del Institut d’Estudis Catalans) nos recuerda en La censura invisible a Josep Pla (SD Edicions) que la primera versión de “aquel diario íntimo”, incluido en el primer tomo de la Obra Completa, no experimentó modificaciones sustanciales.
Conviene que celebremos la ironía planiana jusco bout. Él la practicó hasta el último aliento
Vergés padre fue orillado con disimulo por el nacionalismo pujolista, una concepción del mundo atrapalotodo que acabará en el olvido. Sin necesidad de repetir el conocido castigo contra Pla por parte de los bufones del Palau de la Generalitat, que le vetaron secularmente para el Premi d’Honor, es un buen momento para recordar que Vergés recibió en 1997 la Cruz de Alfonso X el Sabio, ¡de manos de Aznar! Nadie es profeta en su tierra, pero ante la insensatez inmoral de los gestores del espacio público, conviene que celebremos la ironía planiana. Él la practicó hasta el último aliento, especialmente en los años de vuelta a la tertulia del bar Sporting de Palamós, la que compartió con Jaume (Met) Miravitlles –el que fuera Comisario de Propaganda de la Generalitat republicana–, junto a Francesc Pujols (el casi ágrafo prodigioso) y con el Gitano de la costa.
Aquella repetición fue su última tertulia, reemprendida tras el regreso de Miravitlles, cuando el periodista y político pactó su inmunidad con Fraga en 1963 a cambio de llevarse a la tumba los secretos del Comisariado. Aquella última morada de la inteligencia contó con el estreno en el mundo de la bonhomía y los espirituosos del señoret Pupi, Arturo Suqué, fundador de Casinos de Cataluña, consorte de Perelada y yerno de Miquel Mateu, el gran industrial de la Hispano Suiza y primer alcalde de Barcelona tras la entrada de los nacionales en la Rosa de Fuego.
La ironía del hombre de la boina se alargó hasta el fin de sus días. Lo mismo en sus collonades que en la descripción del catalán medio como el hombre que “siente añoranza”, algo que presentimos demasiado tangible, tan lejos de la saudade romántica de Queiroz y Pessoa como del die angst existencial de los alemanes. Pla ofreció y arrebató tutorías y adjetivos; desmenuzó epigramas asilvestrados y destronó fábulas lafontainianas. También rellenó formularios, como se desprende de aquella declaración oficial de propietario rural de Llofriu, en la que había una casilla donde ponía Estado Civil, y él añadió: “Ligeramente ebrio”.
Josep Pla, un ‘homenot’
Carlos Mármol analiza la figura de un escritor universal, tremendamente enigmático y libre, a pesar de que lo han querido utilizar para fines nacionalistas
Josep Pla, que irónicamente decía que no dominaba el castellano, esa lengua que tiende a construir frases muy largas que terminan “con forma de cola de pescado”, como le gustaba contar para captar la benevolencia ajena, que es la forma retórica de seducción más práctica que existe, es probablemente uno de los mejores prosistas en español del pasado siglo. Sólo se le acercan Baroja, Camba y Chaves Nogales, aunque el falso payés cosmopolita de Palafrugell citara siempre a Pérez de Ayala como ejemplo de buen escritor. Lo cierto y verdad es que frente al barroquismo adolescente y a la prosa de sonajero que tan buena prensa tuvo durante la Santa Transición, la apabullante opera omnia de Pla –30.000 páginas en 47 volúmenes publicados por Destino– ha resistido el paso del tiempo tan fresca como una lechuga recién recogida del huerto.
No es una gesta menor. Sobre todo, si tenemos en cuenta que su literatura se basa en el fragmento, los dietarios (falsos), la crónica periodística, ese maravilloso género en extinción; y un realismo donde el único referente es el hombre que, como había descubierto Montaigne muchos siglos antes, es el único punto de vista que tenemos a mano para enjuiciar el mundo. No hay más. Pla utilizaba el español para el periodismo y el catalán para los libros y los diarios. Alternaba ambos idiomas sin dificultad, con una naturalidad que sólo es problemática para aquellos que usan la lengua para separar(nos). La mejor traducción al español de su obra más afamada –El quadern gris– la hicieron Dionisio Ridruejo y Gloria Ros; tarea que ha sido continuada después por Xavier Pericay, a quien debemos el volcado –como diría un informático– del catalán del Baix Empordà al español más sugerente de la pasada centuria. A falta de una novela mayor, la mejor creación de Pla es su propio personaje: el sabio solitario en calcetines. Alguien suficientemente atractivo como para ser objeto “en el país” –como diría él– de la manipulación política interesada que trata de acercar su figura, reverenciada por la ilustración literaria, hacia posiciones nacionalistas.
Seductor ‘sin patria’
La biografía que le hizo Cristina Badosa (Edicions 62) lo descubría como un colaborador del franquismo, espía en el París de la posguerra y otras lindezas que explicarían que nunca recibiera el Premi d’ Honor de les Lletres Catalanes. Las Notas biográficas que más tarde compuso Arcadi Espada (Editorial Omega) nos dibujan al personaje como un estilista antirretórico obsesionado con el sexo y, al final de sus días, preso por la devoción febril hacia la misteriosa Aurora, mujer extraña; una antigua amante destinataria de su abundante correspondencia y causa de las visitas furtivas del periodista ampurdanés a Buenos Aires. Ninguna de ambas visiones nos parece exacta –aunque lícitamente lo sean para sus dos autores– porque Pla es un personaje que se pasó la vida escribiendo sobre sí mismo, pero en muchos aspectos continúa siendo un misterio. La víctima secreta de una íntima contradicción. Un cofre lleno de tesoros maravillosos –descriptivos, sintácticos, expresivos– que siempre guarda un cajón cerrado. Incluso ahora, 120 años después de su nacimiento.
Su capacidad de seducción, que también era parte de su obsesión por no caer en lo ridículo, provocó hace unos años que el nacionalismo, tan aficionado a sus particulares relecturas de la historia, tratara de camuflar su universalismo, que parte de un localismo selectivo y mayormente espiritual, para adscribirlo al bando de la obstinación secesionista. Pla no era independentista –pese a su efímero paso por la Lliga Regionalista, dos años después de terminar la carrera de Derecho– porque su moralismo literario es de estirpe francesa, regeneracionista y escasamente patriótico en el sentido marcial del término, que es el único que profesa el fanatismo soberanista. “No creo en las profundidades espirituales”, decía a los ochenta años, siguiendo el sabio consejo de André Gide. Difícilmente podía aquel hombre, materialista por instinto, creer en la patria liberada que venden los hacedores del prusés, para quienes el patriotismo es un concepto no sólo profundo, sino tan hondo como un pozo.
Por otra parte, Pla, que en su juventud tuvo la ocurrencia pasajera de pensar en ser notario, tenía una naturaleza muy poco sentimental, otro rasgo que lo sitúa a años luz de la retórica de las banderas. “La felicidad de la vida consiste en no envidiar nunca nada a nadie”, escribió. Ni siquiera un Estado propio. ¿Para qué? La burocracia eclesial ya le parecía más que suficiente. Sabía por experiencia que cuando la pasión política sube, la moral baja. Y que las revoluciones no sirven de nada. Y mucho menos en Cataluña, donde –sostenía– “no hay aristocracia, la propiedad está muy repartida y quien es inteligente tiene algunos billetes en el bolsillo”. Para él tarea del escritor no era reivindicar el terruño como un paraíso perdido, sino fijar sus tipos mediante una titánica lucha con las palabras, que deben usarse con la máxima libertad frente a la censura de los rufianes de turno, encargados de definir qué es lo correcto.
La importancia del periodismo
El país de Pla, que se reducía al falansterio de Llofriu, es diminuto. Humano. Profundamente terrestre. Definía al catalán –de su tiempo– como “un ser que se ha pasado la vida siendo español y al que le dicen que tiene que ser otra cosa”, un individuo vulgar preso de la insatisfacción; en ocasiones envidioso, grosero, pero muy hábil para copiar. Los mitos patrióticos le resbalaban. Había viajado lo suficiente –Francia, Alemania, Portugal, su admirada Italia– para desconfiar de los líderes mesiánicos. Y conocía, gracias a este sostenido periodismo apátrida, que no existen pueblos elegidos. Sólo hombres solos a merced de las olas de la vida, que a veces te elevan a la cima y acto seguido te bajan al suelo. “Yo soy soltero, y eso es importante”, proclamaba para reivindicar una identidad que no reside en el lugar de nacimiento ni en la condición heredada, sino que se compone con la suma de cosas banales: un paisaje, una comida, una forma de temblar o la manera de leer el periódico. Se pasó la vida trabajando en diarios y semanarios –“el periodismo se ha hecho siempre a lápiz”, “yo llegué al periodismo cuando a mi familia se le acabó la cosa del dinero”– y en ellos aprendió no sólo a escribir, sino la importancia capital de las palabras, especialmente de los adjetivos, sin los cuales los artículos no pueden convertirse después en libros.
Su voluntad de exactitud, que algunos críticos atribuyen a la influencia de Proust, procede más bien de una convicción basada en la observación: “Los hombres no son nunca claros”. Su forma de remediarlo consistió en rehuir la mentira, evitar las citas y, en lo posible, construir una literatura donde no pasa nada y sucede todo. En la que, bajo una aparente sencillez forjada a base de esfuerzo, cuadernos, una letra diminuta y paciencia, igual que los artesanos, el caos ordinario se ordena milagrosamente de la misma forma que ocurre en las películas de Rohmer: con la naturalidad de la vida que pasa. Su obra es un fluido precioso, un canto personal frente al tiempo donde la ternura y la ironía conviven sin dificultad y la rutina se convierte en la única épica realmente posible. Pla es un prosista prosaico. Lejos de ser una redundancia, nos parece la más alta condición de un poeta moderno: aquel capaz de descubrirnos el destello de nuestra propia sombra sobre la dudosa luz del día, como escribió –en un verso invencible– don Luis de Góngora y Argote, el gran culteranista cordobés.
«Si algún día la carrera, las necesidades o lo que sea te llevan a tener que vivir en un pueblo, no te mezcles nunca en el ambiente de campanario, deprimente y bajo de techo, desprovisto de generosidad, poblado de maniáticos, indiferentes y insensibles. No vayas al café. No juegues a las cartas. No frecuentes tertulias estúpidas alimentadas con chismes pornográficas e insignificantes anécdotas políticas. Si lo haces, quedarás asfixiado por el ambiente. »
Josep Pla. La calle estrecha dentro Los agricultores. OC VIII, 550-551.